Papá


Le habían regalado por su último cumpleaños una sesión de masaje en casa de Greta. Hacía casi siete meses que había cumplido años y aún no se había decidido a llamar a la masajista. En los últimos días había pensado especialmente que era el momento oportuno para recibir su regalo. Le sentaría bien dejarse hacer y abandonar su cuerpo en manos expertas. Eso aliviaría en parte la tensión acumulada.
Quedaron a las once y media. Greta la invitó a pasar y le dio indicaciones de desvestirse y tumbarse en la camilla. Olía muy bien a hierbas y esencias de masaje. El lugar invitaba a la relajación y al descanso. Desde la posición horizontal no podía ver a la terapeuta. Solo oía su voz agradable y bien modulada que la acompañaba en todo momento. Se dejó llevar …
Se había sentido especialmente sensible y vulnerable cuando se quedó sola en la habitación a la espera de que Greta comenzara su trabajo. Tuvo miedo. Miedo de que en ese espacio que invitaba a la tranquilidad y al sosiego apareciera nuevamente la presencia de su padre. En realidad y no se sabe cómo eso ya había pasado. Tumbada recordó por qué estaba allí en ese preciso instante y no en otro. “Te sentará bien ahora”, le había dicho Delfina. Sintió cómo llegaban suaves pero incontenibles las lágrimas. Una vez más. Como en los últimos 30 días. Y decidió contenerse. No podía permitirse esa muestra de debilidad. Ni serviría para nada excepto para pasar un mal rato. Se dedicó a respirar honda y conscientemente para poder frenar ese llanto no deseado. Cuando Greta empezó a masajearle sus pies, ya se había recompuesto. “Eres una persona en apariencia muy abierta con los demás, sin embargo, no lo eres tanto como pudiera parecer. Te proteges mucho”, empezó a decir mientras observaba la posición de los pies. Greta hablaba con cierta calidez que a los oídos de Isabel se hacía agradable y cercana abandonada a lo que la masajista quisiera hacer. Hablaba del hígado y de la vesícula, de que cuando empieza la primavera se suelen resentir un poco; del páncreas, que sufre cuando tomamos azúcar blanco; de la zona de los pies que conecta con los pulmones; de los tacones que usamos las mujeres y que indican que anteponemos el gustar a los demás a nuestra propia comodidad y que, cuanto más altos, más nos alejan de la madre tierra. De esas y de otras muchas cosas que, según Greta, estaban escritas en los pies y en el resto del cuerpo. “Hay mucha tensión aquí”, dijo. “Has estado últimamente agobiada o preocupada por alguna cosa?”, preguntó. Se sobresaltó un poco y las palabras salieron disparadas de su boca. “Sí, cariñito, hace no llega a un mes falleció mi padre”.
Justo después de pronunciar esas palabras sus emociones se desbordaron incontroladas. Otra vez. Fue como abrir la compuerta del duelo: la del caos de las sensaciones, de los afectos entremezclados, la de lo que duele aún, la de la herida que todavía no está cerrada, la de la pena arrastrada … Y de nuevo las lágrimas brotaron, esta vez con una fuerza incontenible. Y a la vez, liberadora. Creía sentir cómo, gracias a ese llanto, se iban aflojando los nudos que la incertidumbre de los últimos tiempos había creado. Al principio, cuando recibió la llamada telefónica de la policía, se alarmó pero no pensó que podía haber pasado lo que en realidad había pasado. “Vaya usted a tal dirección, su padre ha tenido un accidente.” Se puso en marcha a toda velocidad. Mientras se vestía llamó a su hermana y le contó. Llegó al lugar indicado. Primero vio a los dos policías. Luego a su médico de cabecera que era el mismo que el de sus padres. Sin saberlo, en un instante, vio algo que la desconcertó enormemente. El médico llevaba las manos en los bolsillos de su cazadora negra. Dentro de los bolsillos. La furgoneta del padre estaba aparentemente intacta y de su padre ni rastro. Quiso mirar dentro y le pareció ver una de esas mantas que se usan para cubrir los cadáveres. Para cuando salió del coche y consiguió poner los dos pies en el suelo uno de los policías ya le estaba diciendo: “mire, su padre ha fallecido.” El médico empezó a hablar. Isabel sabía que se estaba mostrando humano y que intentaba de alguna manera consolarla. Lo que pasa es que empezó a oírle muy lejano. Se había bloqueado. La información que le acababan de proporcionar no podía ser admitida. No había dolor. Solo sorpresa y un no saber que se siente. Todo empezó a suceder en otra dimensión. Tuvo que pedirle al médico que le repitiera sus palabras. ¿Levantamiento de cadáver por el juez o por él mismo? Sería más fácil y rápido si lo hacía el mismo médico. “Sí, sí, lo más rápido, por favor”. Llegó su hermana. Isabel se le acercó. Le habló como si las pocas palabras que dijo las pronunciara otra persona. “El papá ha fallecido”. La expresión de Cris pasó de la incertidumbre al shock, exactamente igual que le había sucedido a ella. No recuerda si se abrazaron. Solo sabe que pasaba la mano por la cintura y por el brazo a Cris intentando consolarla. Isabel no creía haberlo conseguido.
A pesar de la dureza y del desconcierto del momento había que ocuparse de las cuestiones prácticas. Empezaron con su hermano. Creían recordar que como siempre, huyendo de las fallas en Valencia, estaba de vacaciones fuera de España. Dudó en llamarle pero el médico le indicó que debía hacerlo estuviera donde estuviera. Hizo la llamada. Después Isabel y Cris hicieron algo que les costó mucho: comunicar la noticia a su madre. La madre al principio reaccionó bastante bien. Sus hijas la habían llevado de su casa al lugar donde aún estaba el padre recién fallecido, la habían sentado en el asiento posterior del coche de unos de los coches cuando dijo que las piernas le estaban empezando a fallar.
Seguían las cuestiones prácticas. Vino el coche de la funeraria. Metieron el cuerpo del padre en el furgón. El comercial las acompañó a casa pues debían elegir el tipo de entierro. Escuchaba al hombre sin ganas, con esfuerzo, sin importarle mucho lo que le oía decir y sobre todo, deseando que terminara. Al fin llegó este momento. El hombre se despidió. Las hermanas llevaron a la madre a su casa. Llamadas telefónicas a los hermanos, sobrinos y demás familiares comunicando la inesperada noticia… Sensación de estar funcionando en un automático, frío pero necesario, que  se encargaba de tapar toda la explosión de emociones que se había visto inmersa en un momento. Sin pensarlo mucho dijo: ¿Me puedo ir a duchar a mi casa?” “Sí”, le contestó su hermana.
Se fue. Mientra caminaba hacia su coche se acordó de su hija. Estaba en clase. Decidió que había sido una bendición que hasta las tres y cuarto no acabaran las clases. Iría a buscarla a esa hora y, procurando por todos los medios elegir las palabras menos dolorosas, le comunicaría la noticia. Notó una punzada, una más, de desasosiego. Esta era especial. Su hija y su padre habían compartido muchos momentos juntos. Todo lo difícil que era la relación entre ella y su padre se había resuelto de alguna manera con la llegada de Sara. El vínculo abuelo-nieta era el mejor. Isabel estaba muy satisfecha de que así fuera. Sabía del cariño abundante que se profesaban abuelo y nieta, nieta y abuelo. Por eso se le hacía especialmente duro tener que decirle a su hija que su abuelo ya no estaba. Se duchó y volvió a casa de su madre. Su hermana y madre seguían con las malditas cuestiones prácticas. Ya habían localizado el traje que debía llevar su padre para el entierro. Se lo llevaron los de la funeraria. Se quedó allí hasta que se hizo hora de ir a recoger a Sara. Mientras tanto seguía dando vueltas a cómo darle la noticia a su hija. No encontraba las palabras. Se dio cuenta de que las palabras eran las que eran y que irremediablemente tendría que usarlas. Cuando recogió a Sara le dijo que tenía una cosa que decirle. Llegaron a su casa. Sara escuchaba atenta. Se lo dijo. Sara bajó la mirada. Se la veía tal vez apenada pero no hubo una reacción desmesurada por su parte. Dijo que al día siguiente iría al entierro pero que no quería ir al tanatorio ese día. Y esa tarde, mientras todas estábamos en el tanatorio, Sara se quedó en su casa chateando por tuenti, paladeando la tristeza que sentía por la muerte de su abuelo y dejando que la consolaran algunas de las personas más importantes en su vida, sus amigos.

Podría escribir mucho más. Podría nombrar las visitas, las llamadas que se produjeron durante esos días dolorosos, las sensaciones nuevas que se dieron … La vida viene y se va y hay que dejar que eso suceda sin oponer grandes resistencias. Es así y punto. Y hay que seguir viviendo intentando superar la sensación de pérdida. Hay que intentar que el velo de tristeza que se abate sobre nosotros se vaya haciendo cada vez más imperceptible. Hay momentos que dejan huella pero nos quedaremos con la parte del aprendizaje y procuraremos dejar atrás la del dolor y el cansancio. Dejaremos atrás el hecho de que el papá ya no esté aquí. Siempre había estado y por lo tanto existía la sensación es de que no se le hacía mucho caso. Y curiosamente ha sido irse y notar su presencia más que nunca. Es absurdo pero así es. Una amiga me dijo que mi padre estaría siempre aquí y puso su mano sobre mi pecho señalando mi corazón. Me gustó eso. Le recuerdo muy a menudo. En las pequeñas cosas rutinarias de cada día. Sí, creo que hay una parte de mí, la de mi padre, que ya no está aquí pero que llevaré siempre conmigo. Y eso es lo que me sirve. El tiempo cura y éste transcurre rápido. Tengo muchas ganas de que esto pase. Deseo que otras cosas llenen mi vida y necesito (quiero) que pase este duelo. También es cierto que no quiero evitarlo. Es la forma de cerrar la herida y sanarla. Mañana hará un mes desde que sucedió todo. Mi padre murió muy rápido. Lo que fuera que le pasó, ictus o infarto, fue fulminante. Ni se debió enterar de que es lo que estaba pasando. Agradezco que fuera así y no de otra manera. Siento que vivió su vida como cada uno de nosotros vive la suya y que en ella debió haber momentos muy difíciles y duros, momentos en los que no sabía cómo actuar y otros en los que lo pasó bien. Así es la vida, hay de todo. Y siento también que funcionó e hizo todo aquello que pudo o le dejaron hacer. Siento que fue una persona buena que hizo todo lo que estaba al alcance de su mano para procurar bienestar a los que le rodeaban, sobre todo a sus hijos. Y siento que tuvo un éxito rotundo en su empresa pues sus hijos son buena gente. Sus medios y recursos fueron escasos. Le tocó vivir una época convulsa y pobre donde la supervivencia era lo único que importaba. Él les quiso de la única manera que sabía y podía hacerlo, tal vez sin grandes manifestaciones de afecto y cariño pero estando ahí siempre incluso en los momentos más complicados de sus vidas. Este el grano entre la paja. Y con ello me quedo. Descanse en paz. Descansemos todos.